Era el primer mes del 2025 y nuestro nuevo presidente había tomado su puesto en la Casa Blanca. Las memorias de la elección del 2016 me pasaban por la mente; me preguntaba si se iban a llevar a mi abuelita y a mi mamá, si irían a trabajar y nunca regresarían. La angustia me mataba, y ocho años después, esos pensamientos regresaron.
En ese entonces solo tenía 11 años, pero esta vez ya no. Ahora tenía 19 años de sabiduría y podía realmente entender la gravedad de esta elección. No solo eran chismes o rumores que llenaban mi clase de quinto grado, ahora eran allanamientos.
Recuerdo llegar a la oficina donde trabajo con las manos llenas. En una mano llevaba mi cartulina y los marcadores; en la otra, mi bolsa de trabajo y mi computadora. Me sentí feliz de llegar porque la gente en el tren me miraba raro por cargar una cartulina del tamaño de mi torso.
Ya eran las 3 de la tarde, la última hora de trabajo. Apagué mi computadora y me senté en el piso con la cartulina y los marcadores. Empecé a escribir y, con tanta emoción y orgullo, puse: “No muerdan las manos que les dan de comer.” Unos momentos antes de escribir eso, recuerdo que le mandé un mensaje a mi jefe de mi otro trabajo para preguntarle qué debía escribir. Él era una de las razones por las que decidí asistir a esa protesta y, con mi voz, también quería protegerlo. Me contestó después de que ya había escrito lo mío, pero por respeto escribí “No one is an immigrant on stolen land” en el otro lado de la cartulina, como él me dijo.
Era hora de irme al lugar donde comenzaría la protesta. Me sentía un poco avergonzada porque ahora más gente me miraba a mí y a la cartulina. Le conté a mi jefe y me respondió: “I’m proud of you. It’s your opportunity to shape your future y el de tus hijos.” No puedo negar que sentí alivio al leer su mensaje; no solo por sus palabras de ánimo, sino también porque supe que no estaba enojado conmigo por haber pedido el día libre para asistir a la protesta. Momentos después, una señora se acercó y pidió una foto de mi cartulina. Ese fue el último empujón que necesitaba para vencer la ansiedad y el miedo.
Cuando llegué al lugar, vi una fila de más o menos 60 personas. Todos tenían cartulinas y estaban gritando; supe que allí era donde tenía que estar. Empezamos a rodear unos cuantos bloques. No puedo explicarlo: las emociones que sentí llenaban mi cuerpo. En algunos momentos quería llorar, y en otros solo quería cerrar los ojos y escuchar todas las voces. Mis problemas personales se sintieron tan insignificantes y, a la vez, sentí felicidad al ver a tanta gente unida para ser escuchada.
Después de dos horas, volvimos al punto de encuentro; nos dimos las gracias e intercambiamos más información sobre el tema y sobre las próximas protestas.
Esta experiencia no la cambiaría por nada en el mundo. Te das cuenta de que realmente nuestra comunidad no está sola y que hay tanta gente luchando para hacer un cambio en este país. Qué felicidad saber que yo fui parte de eso.
Unidos no seremos vencidos.