¿Alguna vez te has sentido como si fueras un intruso en tu propio vecindario?
Nací en un barrio poblado mayoritariamente por la comunidad afroamericana, y por lo que puedo recordar era como si fuéramos la única familia hispana en todo el barrio. Vivíamos en una casa rica en tradiciones y costumbres que me permitía conocer más sobre de dónde vino mi familia, a pesar que nunca he visitado Ecuador.
La casa siempre olía a pan recién hecho y fresco que recorría todas las habitaciones. Ahí en esa casa vivimos mi papá, mamá, hermanito, tío y yo en el segundo piso. Y mi padrino y madrina, quienes eran los dueños de la casa, estaban en el primer piso al lado de la cocina.
En el Ecuador, la mayoría de la gente es católica, lo cual para mí significaba que yo igual tenía que serlo. Mis padrinos siempre han sido muy religiosos y de hecho ellos fueron los que de una manera me acercaron más a la iglesia y las tradiciones de nuestra cultura. Íbamos a hacer el rosario cada viernes, oramos sosteniendo el rosario y repetíamos el Padre Nuestro, Ave María y Santa María varias veces. Francamente, a los 7 años se sintió como una eternidad; cada pepa que pasaba demoraba horas, pero al próximo mes noté que lo podía recitar de memoria. De hecho, gracias a mis padrinos y mis padres he aprendido a leer, hablar y escribir el español con fluidez. No lo entendí entonces, pero después me di cuenta de que era una de las mejores cosas que podía haber aprendido.
Desde muy pequeña era muy tímida y callada. Estaba asistiendo a la escuela primaria Lorraine Hansberry. El primer día de clase en quinto grado noté que yo era la única niña hispana en mi clase, y me sentí tan sola. ¿Como no lo noté antes? Desde ese momento algo recorrió por mi interior, llena de miedo y vergüenza de haber sido diferente. Diferente en el sentido que no hablaba muy bien el inglés y hasta algunas veces en vez de decir la palabra “world”, que significa mundo, yo decía “word”, que significaba palabra. Entonces, desde ese momento decidí que era mejor que yo tratara de encajar, limité mi habla, dejé de hablar español en público y empecé a ser aún más callada de lo común.
Acababa de cumplir diecisiete años y aún no había madurado; tampoco sabía qué hacer con mi vida. Días después, mi mamá me dijo que si le podía llevar en el carro a la despensa de alimentos, la cual estaba ubicada a cuatro cuadras de mi casa en una iglesia. Le esperé en el carro enfrente de la iglesia y de hecho me había distraído en el teléfono. Un poco de minutos después, alcé mi cabeza y noté que había una discusión. Era entre mi madre y una señora mayor afroamericana. A ese punto en mi mente no sabía si decir algo o no, salir del carro y enfrentar a la señora o no. Pero rápidamente tomé un respiro profundo y me salí del carro, y me paré al lado de mi mamá. La señora estaba diciéndole que ella no estaba parada en la línea y empezó a decirle cosas discriminatorias a mi mamá; creo que ella pensó que yo tampoco hablaba inglés. Pero en ese momento dejé el miedo y respetuosamente le puse en su lugar a la señora y le hice saber que nadie tiene el derecho a hacer sentir mal a otro, y menos a mi madre, solo porque hay una barrera lingüística.
Ese momento cambió mi vida para siempre. Me di cuenta de que nunca debí haberme sentido avergonzada de haber sido latina y en vez debería haber sentido orgullo de venir de donde vengo y saber dos idiomas. También era un momento de realización, que yo quiero ser una voz para aquellos que no podían hablar por sí mismos. Ahora estoy estudiando para ser abogada de inmigración. Nunca quisiera que nadie se sienta como mi mamá se sintió en ese momento.